De un día para otro, ya no podíamos ir al médico. Las mismas personas que antes nos recibían al llegar, de repente nos impedían el paso. Sabíamos que el médico continuaba allí, tras alguna puerta del centro de salud o del hospital, pero ya no podíamos verle, hablar con ella, hablar con él, confiar en ella, confiar en él, esperar que nos ayudase a curarnos. Al principio estábamos desconcertados: ¿no nos echaba en falta, el médico? ¿No notaba nuestra ausencia? Porque somos muchos, muchísimos, casi un millón. (Y a menudo somos pobres.)
Entre nosotros, los hay que se acostumbran y es terrible, terrible, acostumbrarse a no poder ir al médico. Es acostumbrarse al brazo roto, al ojo ciego, a tiritar bajo mantas en pleno verano, a la sangre en los pañuelos como si viviésemos en una novela viejísima, de hace siglos. Es apañarse con el alivio que compramos en las farmacias, para seguir trabajando, durmiendo, respirando. Pero engañamos al dolor sólo a medias. Y nos morimos de miedo. Y nos morimos, punto. De verdad que nos morimos. De enfermedades corrientes, de enfermedades tratables que nadie trata, observa, atiende. Nos quedamos a solas con nuestras enfermedades, empeoramos, hoy incapaces de caminar, mañana incapaces de comer…
Entre nosotros, los hay que sin embargo van al centro de salud o al hospital, con las manos vacías, sin la tarjeta sanitaria que nos han arrebatado y que es la llave que abre la puerta tras la que continúa el médico. Y entonces nos envían a casa facturas impagables. Impagables porque a menudo somos pobres: se cierra el círculo.
De un día para otro también, se propagó por los barrios la buena nueva: el círculo podía abrirse. Nuestros vecinos y vecinas nos acompañaban al centro de salud o al hospital, ellos eran el lazo que unía lo que la ley había separado: la necesidad de ser atendidos y el deseo de atender.
A veces es difícil. Nos repiten, a acompañantes y acompañados, que es imposible, que las normas no lo permiten, que el ordenador no lo permite, que algún jefe no permite que veamos al médico. A veces incluso se dirigen a los acompañantes como si nosotros no existiéramos. Casi una magia, pues nos parece que cuanto más oscura es nuestra piel, más transparentes nos volvemos.
Y a veces sucede algo, un gesto menor, un gesto rápido y libre, que nos cambia la vida, a todos. Alguien quiere decir “sí”… ¡y lo dice! Alguien marca o desmarca una casilla, alguien toma la iniciativa, alguien se hace responsable, no hay que preguntarse más quién es el responsable, la injusticia se detiene, nuestro destino deja de estar escrito. Y la ley se decide en común.
Nos viene a la cabeza la palabra “valentía” y nos acordamos de un pájaro, el reyezuelo, que con un estómago no más grande que una judía cruza volando el mar del Norte. Que es un poco como nosotros, un poco como cualquiera, cuando actúa. Y pasamos a la consulta y el médico nos recibe, quizás ignorante de nuestro viacrucis, y nos sentimos por fin a salvo. Y empieza un camino distinto, una relación distinta, la del cuidado. Nos tumbamos en la camilla con torpeza de huésped, pero nos llaman por nuestros nombres, nos piden que nos movamos así o asá, nos tocan aquí, nos tocan allá, y la torpeza desaparece. Nos invitan a volver, a visitar al médico de los huesos, al de la vista, al de los pulmones o al del corazón, donde sea que nos duela. Nos atrevemos a imaginar cómo será, cuando nos deje de doler. Y nos alegran hasta las cosas tristes, el papeleo, las salas de espera, los falsos techos, la blancura constante, la seguridad privada, sencillamente porque ahora las padecemos como todo el mundo. Ah, salimos a la calle con la promesa de una cita futura y nos dan ganas de gritarlo: ¡ahora somos como todo el mundo!
Entre nosotros, los hay que se acostumbran y es terrible, terrible, acostumbrarse a no poder ir al médico. Es acostumbrarse al brazo roto, al ojo ciego, a tiritar bajo mantas en pleno verano, a la sangre en los pañuelos como si viviésemos en una novela viejísima, de hace siglos. Es apañarse con el alivio que compramos en las farmacias, para seguir trabajando, durmiendo, respirando. Pero engañamos al dolor sólo a medias. Y nos morimos de miedo. Y nos morimos, punto. De verdad que nos morimos. De enfermedades corrientes, de enfermedades tratables que nadie trata, observa, atiende. Nos quedamos a solas con nuestras enfermedades, empeoramos, hoy incapaces de caminar, mañana incapaces de comer…
Entre nosotros, los hay que sin embargo van al centro de salud o al hospital, con las manos vacías, sin la tarjeta sanitaria que nos han arrebatado y que es la llave que abre la puerta tras la que continúa el médico. Y entonces nos envían a casa facturas impagables. Impagables porque a menudo somos pobres: se cierra el círculo.
De un día para otro también, se propagó por los barrios la buena nueva: el círculo podía abrirse. Nuestros vecinos y vecinas nos acompañaban al centro de salud o al hospital, ellos eran el lazo que unía lo que la ley había separado: la necesidad de ser atendidos y el deseo de atender.
A veces es difícil. Nos repiten, a acompañantes y acompañados, que es imposible, que las normas no lo permiten, que el ordenador no lo permite, que algún jefe no permite que veamos al médico. A veces incluso se dirigen a los acompañantes como si nosotros no existiéramos. Casi una magia, pues nos parece que cuanto más oscura es nuestra piel, más transparentes nos volvemos.
Y a veces sucede algo, un gesto menor, un gesto rápido y libre, que nos cambia la vida, a todos. Alguien quiere decir “sí”… ¡y lo dice! Alguien marca o desmarca una casilla, alguien toma la iniciativa, alguien se hace responsable, no hay que preguntarse más quién es el responsable, la injusticia se detiene, nuestro destino deja de estar escrito. Y la ley se decide en común.
Nos viene a la cabeza la palabra “valentía” y nos acordamos de un pájaro, el reyezuelo, que con un estómago no más grande que una judía cruza volando el mar del Norte. Que es un poco como nosotros, un poco como cualquiera, cuando actúa. Y pasamos a la consulta y el médico nos recibe, quizás ignorante de nuestro viacrucis, y nos sentimos por fin a salvo. Y empieza un camino distinto, una relación distinta, la del cuidado. Nos tumbamos en la camilla con torpeza de huésped, pero nos llaman por nuestros nombres, nos piden que nos movamos así o asá, nos tocan aquí, nos tocan allá, y la torpeza desaparece. Nos invitan a volver, a visitar al médico de los huesos, al de la vista, al de los pulmones o al del corazón, donde sea que nos duela. Nos atrevemos a imaginar cómo será, cuando nos deje de doler. Y nos alegran hasta las cosas tristes, el papeleo, las salas de espera, los falsos techos, la blancura constante, la seguridad privada, sencillamente porque ahora las padecemos como todo el mundo. Ah, salimos a la calle con la promesa de una cita futura y nos dan ganas de gritarlo: ¡ahora somos como todo el mundo!